Cyrano y el Negro conocen la noche de la capital

La luz del sol me cegó el viernes a mediodía a la salida del edificio Sevilla-2. En realidad, era como una llamada del Cielo. Una voz lejana me decía: «Aprovecha esta tarde para no hacer nada y emborráchate con tus amigos». Mi garganta estaba seca después de tanto trabajar; mi corbata me asfixiaba a pesar de quedar holgada y el móvil amenazaba con sonar para darme más trabajo. Entonces me acordé de Michael Douglas en «Un día de furia» y, antes de cometer una locura, preferí hacer caso a esa voz lejana que, en realidad, procedía de mi teléfono móvil que se había descolgado por sí solo en el bolsillo ante una llamada del Negro. «Tío, ¿qué coño haces con el teléfono? Llevo media hora escuchando tus gilipolleces. ¿Me dices de una vez si te vienes a emborracharte conmigo o no?», soltó, suavemente, mi amigo del alma. La jugada podía ser perfecta, pensé: «comida en casa de mi madre para no ensuciar la cocina de mi piso y, de paso, cumplir con los trámites familiares, -es broma, mami, no te enfades-, apago el teléfono hasta el lunes y me dejo llevar por la tarde». Así lo hice. Javi se encargó de ponernos muchas copas en Bramante. Muchísimas. Cyrano, el Negro y yo, hicimos el resto: beber. Por la noche empalmamos y nos fuimos a cenar al VIPS. Al Negro le gustan mucho estos sitios que en nada se parecen a las tascas de sus amores. Aunque eso de no encontrar alitas de pollo grasientas y un litro para beber directamente, le desconcierta mucho. Echa de menos ese aire cañí de la tiza en la oreja. Tras comer, nos fuimos al Azúcar de Cuba a bailar. Aquello está bien, aunque se hace real el estribillo de Mecano de «mucha niña mona, pero ninguna sola…». De todas forma íbamos en «rollito Chayanne» para bailar y nos lo pasamos bien pegaditos a las chicas más marchosas que, aunque no querían rollos, nos dejaron un sabor «sabrosón».

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